Sexualidade e Celibato: Considerações Psicanalíticas

Carlos Doninguez Morano[*]

Sumário

As considerações do autor são de natureza estritamente psicoanalítica, O autor se refere neste artigo ao celibato cristão, mas o faz como psicanalista. Para elucidar o significado psicanalítico deste modo de viver a sexualidade, presente em v’rios povos e religiões, ele concentra considerações iniciais em torno de alguns conceitos psicanalíticos indispensáveis para se enfocar a sexualidade e o celibato dentro ou fora do cristianismo. Conceitos como o de sublimação, estão para o autor, longe de serem noções claras e bem definidas. O mundo do desejo é complexo e se caracteriza por cargas e conflitos inconscientes que podem facilmente provocar equívocos e desvios no nível das opções e comportamentos religiosos que costumam ser propostos e trabalhados de maneira ideal, sem levar em conta as implicações profundas e exigências que nascem tanto da sexualidade quanto da religião.

Palavras-chave: celibato cristão; psicanálise; sublimação

Abstract

Sería muy conveniente comenzar por sorprendese un tanto con el celibato encuanto opción religiosa. Tenemos que reconocer, en efecto, que es un fenómeno, hasta cierto punto, extraño.Bastaría por un momento detenerse a tomar conciencia del propio cuerpo, de la dimensión biológica que sustenta nuestro ser hombre o mujer, de lo que nuestro mismo cuerpo dice como fuente de impulso a completarse en la diferencia del otro sexo. Bastaría tomar conciencia de la animalidad que soporta nuestra humanidad y que, tantas veces, tendemos a diluir orgullosamente haciendo marcar las diferencias entre nuestra especie y las que nos antecedieron. Para empezar, nuestra biología está ahí con sus tendencias y sus aspiraciones básicas. Y sobre ella, nuestro deseo pulsional, ya convertido en una aspiración psíquica al encuentro, a la comunión y participación de la vida, al acompañamiento íntimo del gozo y del sufrimiento. Es para asombrarse, pues, que determinados hombres y mujeres pretenda dejar de lado esas dimensiones básicas de su ser cuerpo y de su ser aspiración a un tipo radical e íntimo de encuentro, que pretendan poner entre paréntesis una de las dimensiones más determinantes de su ser. Una dimensión, por lo demás que, como todos sabemos, determina de un modo muy decisivo al conjunto de la personalidad y que puede afectar notablemente su equilibrio o desequilibrio.

Key-words: christian celibacy , psycoanalysis, sublimation

Freud creó el concepto de sublimación, aunque todavía a estas alturas los psicoanalistas se las ven y se las desean para explicarse bien en qué consiste el proceso. El mismo Freud, a pesar de que a lo largo de toda su obra no dejó de referirse a este concepto, nunca llegó a encontrar una explicación satisfactoria que diera cuenta de los mecanismos que implicaba. Se dice que hasta llegó a quemar un ensayo sobre el tema, que se proponía incluir entre su “Metapsicología”.

De una parte, sin contar con el concepto de sublimación, Freud se quedaba sin la posibilidad de aclarar toda una serie de hechos importantes de la dinámica afectiva humana. De alguna manera, sin comprender medianamente toda esa dinámica que nos diferencia y aleja del mundo animal y que posibilita en que podamos poner en actos de cultura tanta pasión, tanta energía y tanto trabajo y que podamos encontrar en ella tanta satisfacción, tanto gozo, tanto placer y deleite. Desde el disfrute que experimenta el niño que juega poniendo en ello una imaginación que ningún animal podría jamás equiparar, hasta el ingeniero que se emociona viendo a un potente camión atravesar por primera vez el puente que levantó; desde el estremecimiento de la escultora que se aleja extasiada al constatar la vida que inyectó en una pieza de mármol, hasta el religioso que llora invadido por la felicidad y el convencimiento de estar recibiendo la visita de su Dios. Mucho afecto, mucha pasión, mucho placer en todo ello. Mucha energía también empleada en la conquista de esas satisfacciones que, al margen de otras valoraciones de carácter filosófico o teológico que se puedan llevar a cabo, implican unos componentes somáticos, emocionales, afectivos, que el psicoanálisis nos relacionó con el deseo y con una modalidad del mismo que reconoció con el término de sublimación.

Pero al mismo tiempo que el concepto de sublimación parecía indispensable para entender muchas actividades de los seres humanos, parecía también oponerse y resistirse a la hora de dejarse explicar en cuanto a su modo de funcionar. Desde Freud hasta la actualidad, los psicoanalistas han batallado con este proceso y se han debatido entre la imposibilidad de renunciar a él y la dificultad insuperable para encontrarle una explicación satisfactoria. Es probable también que el concepto de sublimación enfrente a los psicoanalistas con una serie de aporías de difícil resolución en el conjunto de sus teorizaciones. Repensar, por ello, esta noción puede que les obligara a replantear de modo profundo otros muchos conceptos del edificio teórico que sostienen. Pero al margen de éstas y otras complicaciones teóricas, el hecho es que desde los primeros momentos, el psicoanálisis no ha dejado de luchar en el intento por comprender ese fenómeno tan particular por el que lo instintivo llega a transformarse en valor de civilización.

El caso es que desde Freud hasta nuestros días, cuando los psicoanalistas versan sobre el tema se mueven con una particular cautela, expresando abiertamente sus dudas y dejando ver cuánto se ignora al respecto. Algo que, ciertamente, contrasta con la alegría, el desparpajo y la rotundidad con la que clérigos y religiosos se despachan al tratar del tema en sus exposiciones o tratados de teología o espiritualidad. Probablemente, intereses de orden no demasiado claros a la conciencia impulsan en esa dirección. El empeño por dejar claro lo que, en realidad, resulta bastante oscuro no puede dejar de levantar sospechas. En particular, la sospecha de que bajo la capa de la sublimación se esté recubriendo un discurso que lo que pretende, consciente o inconscientemente, es alentar la represión. A veces, en efecto, parece que es el único modo en el que “por las bravas”, se intenta alejar y poner la mayor distancia posible respecto a una sexualidad que inquieta y cuestiona discursos, actitudes y comportamientos.

Conscientes, pues, de las dificultades inherentes a la cuestión que abordamos, vamos a intentar acercarnos a lo que podemos saber y, en ocasiones, sólo a lo que podamos sospechar sobre lo que acaece en los llamados procesos de sublimación. En ellos ciertamente encontramos la única base psicológica que garantiza la posibilidad y la eventual normalidad de una vida celibataria. Ese acercamiento a los procesos psíquicos que la sublimación implica puede que nos suponga un cierto esfuerzo de teorización. Merecerá la pena aunque sólo sea por caer en la cuenta de la complejidad inherente a la opción de que se lleva a cabo en el celibato.

I. Sexualidad y sublimación

Si el concepto de sublimación plantea importantes problemas de orden teórico, ello se debe en buena parte también a que la misma sexualidad, de la que esencialmente depende ese concepto, resulta igualmente problemática a la hora de definirla y conceptualizarla. Resulta ilustrativo en este sentido constatar las dificultades que Freud experimentó a la hora de dar nombre a esa realidad que, a medida que era mejor conocida, parecía mostrar una mayor amplitud y una mayor dificultad para delimitarla.

Comenzó Freud hablando de “libido”, como expresión psíquica, energética, del instinto sexual. Consciente de que con este término, como con el de sexualidad, traicionaba también algo importante de lo que percibía en la dinámica afectiva humana, comenzó de referirse a todo este mundo con el término de “psicosexualidad”, en el que se incluía toda una realidad amplia y compleja que incluía todas las categorías comprendidas bajo el término Liebe (amor). Con este término, ciertamente, se hubiera evitado la tópica acusación de pansexualismo que desde entonces recayó sobre toda la teoría freudiana. Sin embargo, el cambio contó con la oposición de ciertos críticos. Freud lo descartó pero permaneció insatisfecho con el empleo de un término como el de sexualidad, tan determinado en la mente de todos por lo biológico y corporal. Habló entonces de “Pulsiones de Vida” como conjunto de fuerzas, plurales, pero que poseen en común la aspiración a mantener un vínculo, una unión, un contacto con diferentes objetos de amor que van haciendo aparición a lo largo de la vida de los seres humanos. Eros, fue desde entonces, una apelación habitual en los círculos psicoanalíticos para referirse a este conjunto de pulsiones vitales que opera como motor de vida, de encuentro y de unión entre lo viviente. Frente a él, Thanatos, representaría una fuerza contraria que aspira a la separación, a la desvinculación y al abandono, si pudiera ser definitivo, en la búsqueda misma de la desaparición total y de la muerte.

Nosotros a lo largo de estas páginas vamos generalmente a mantener términos diversos como los de Eros, energía libidinal o deseo pulsional, en tanto conceptos más amplios que el de sexualidad, que se presta a tantas tergiversaciones.

1. ¿Qué es lo que sublimamos?

Definida por Freud como un cambio en el objeto y en el fin de la pulsión, la sublimación se entiende como un modo de actividad que, extrayendo su fuerza de la energía libidinal, acierta a desplazarse hacia fines y objetos socialmente valorados y alejados ya de sus primitivos objetos y finalidades. Todo esto significa que ese conjunto de fuerzas que se engloban en nuestro mundo afectivo-sexual puede derivarse hacia un conjunto de actividades que no serían propiamente sus objetos primeros o más directos. Evidentemente, toda una nueva concepción de la sexualidad se ha abierto paso de este modo. Una nueva concepción que modifica aspectos esenciales de la más tradicional, mantenida durante siglos. Como todo cambio presenta sus dificultades. La aceptación de esta nueva idea de la sexualidad supone, en efecto, cuestionar esquemas muy interiorizados, revisar presupuestos dados hasta ahora como incuestionables y vencer resistencias, no siempre conscientes. Esta nueva visión afecta muchas viejas convicciones, suscita temores así como también deseos de carácter muy íntimo y personal. Será conveniente, pues, interrogarnos sobre cuál es esa realidad amplia y profunda que se pretende sublimar en la opción por el celibato evangélico.

Lejos de una concepción que reducía la sexualidad a una cuestión de instinto, en la que, por tanto, se daría una determinación biológica encaminada a la procreación y mantenimiento de la especie, nos encontramos ahora con una realidad mucho más amplia, en la que los determinantes fundamentales no son ya de orden biológico, sino esencialmente de orden biográfico. Nuestro mundo afectivo-sexual no recibe ya sus determinaciones fundamentales desde la rigidez de un instinto biológico. El deseo pulsional humano no se ve encaminado, programado fatalmente hacia el único objetivo de la procreación. Más bien tenemos que entenderlo como una fuerza, un empuje poderoso que nos impulsa de un modo muy amplio a la búsqueda de un “algo” que no está plenamente definido de antemano y que se va configurando a partir y a lo largo de nuestra historia. Ese “algo” puede ser, por tanto, muy diverso para cada individuo. Tanto que, en su enorme eventualidad, puede llegar a ser un objeto que nos propulse y encauce en nuestro desarrollo y crecimiento personal o puede, por el contrario, convertirse en una trampa que nos encierre en una vía sin salida y en una dinámica de autodestrucción.

Nuestra historia personal, en efecto, es la que irá construyendo a lo largo de los años los objetos preferentes de atracción y de amor, singulares y de alguna manera únicos, para cada uno. Como en aquella película de Gutiérrez Aragón La noche más hermosa, en la que cada personaje, en una especial noche de eclipse, soñaba con hacer realidad el encuentro con el objeto ilusionado de su vida. Para unos podía ser la mujer más hermosa, para otros, sin embargo, aquel viejo plato de lentejas que su abuela cocinaba como nadie. Todo es el resultado de un complejo juego de identificaciones y contra-identificaciones, de amores y rechazos que configuran nuestro Yo singular y en el que los años de infancia desempeñan un papel fundamental.

Para unos, en efecto, el objeto preferente de amor será una persona del otro sexo con la que comprometerse a compartir la vida en un modo de acompañamiento íntimo, radical y exclusivo. Para otros, puede ser, sin embargo, una persona del mismo sexo. Su historia le determinó en tal sentido. Para otros puede, incluso, que se obsesionen con un objeto de amor tan extraño como una prenda interior, un zapato o un perfume. El fetichista sabe de ello. Otros preferirán amarse a ellos mismos con toda su radicalidad, como Narciso, muriéndose ahogado en el intento de abrazar su imagen reflejada en el agua.

Otros, sin embargo, encontrarán su objeto de amor más alto, en la seducción estética, en la pasión por el poder político, en la consagración a la investigación y a la ciencia. O a un proyecto utópico de convertir la sociedad injusta e insolidaria en un Reino de Dios, donde todos los seres humanos vivan en la fraternidad creada por un Dios Padre. Es el objeto de amor que se hace posible por la misteriosa sublimación, a la que no puede acceder desde su instinto biológico ningún animal. Como tampoco pueden acceder a la relación amorosa de pareja, ni al fetichismo o, la mayoría de ellos, tampoco a la homosexualidad. Es la grandeza y el riesgo del mundo afectivo sexual humano.

Y es que, lejos de las concepciones que en gran parte perviven aún en los rincones más o menos amplios de nuestra mentalidad, nuestro mundo afectivo-sexual tiene mucho más que ver con lo que ha ido derivando de nuestras experiencias de vida que con la configuración biológica de un cuerpo de macho o hembra. El órgano sexual más importante del ser humano -se ha dicho con razón- es el cerebro. Porque, efectivamente, es a nivel del Sistema Nervioso Central que rige nuestro contacto con el mundo exterior, donde se va constituyendo ese conjunto de afectos, emociones, impulsos, apetencias, rechazos y resistencias que en buena parte determina nuestra relación con el mundo, con las personas e incluso con las ideas y los proyectos. Detrás hay una biología, y un cuerpo, y unas zonas erógenas determinadas, en las que la genital desempeña un papel particularmente significativo, pero detrás. Como una base y un soporte para lo que se va a constituir como algo mucho más amplio y determinante en nuestra vida: Eros, como motor de encuentro y unión con lo todo aquello que late en la vida.

La sexualidad humana, de este modo (a diferencia del instinto biológico animal, tan preciso y tan limitado en sus mecanismos, desencadenamiento y realización) se expande en toda la dinámica personal, de modo que todo nuestro ser, nuestro pensar y nuestro actuar se encuentra, en un grado u otro, mediatizado por ella. Nuestro contacto con el mundo, con nosotros mismo (en un sano o problemático narcisismo), con los otros por supuesto, en tantos modos y registros como caben en las relaciones interpersonales: de amor erótico, de amistad, de filiación o paternidad, de altruismo y acción social. También con Dios en la aspiración a una unión, comunión y participación de su vida en la vertiente mística, amorosa, de nuestra vivencia de fe. En la relación, incluso, con las ideas. ¿No es fácil comprobar, en efecto, que no todas nuestras ideas disponen de la misma intensidad en el modo en el que las cargamos de afecto, de pasión o de entusiasmo? Por eso las buscamos, las defendemos, las propagamos y las compartimos de modos muy diversos también. Nuestra relación con las cosas, igualmente, se tamizan en nuestra relación con ellas de una diferente emocionalidad. Unas nos dejan más fríos e indiferentes. Otras, sin embargo, movilizan en nosotros sentimientos y afectos considerables. Son “objetos cargados”, queridos, retenidos, en definitiva, amados. Todo, pues, en nuestra vida se colorea de esa sustancia que podemos llamar libidinal, afectiva, deseante... de modo que nada hay en nosotros que no reciba su determinación y su impacto.

2. La sexualidad ignorada

Toda esta dinámica tiene lugar, además, sin que nosotros mismos podamos controlar y ni siquiera saber qué es lo que de hecho tiene lugar en esa relación cálida que establecemos con la vida por medio de nuestro mundo afectivo-sexual. Porque (y ahí se sitúa, sin duda, una de las aportaciones más decisivas y revolucionarias del psicoanálisis a la hora de comprenderla) en gran medida ella va hundiendo sus raíces en el inconsciente, dejando, por tanto, de ser perceptible para nosotros mismos, controlable según nuestro antojo, modificable según nuestra conveniencia. Difícil cuestión ésta de aceptar, por lo que supone de herida para nuestro narcisismo en su pretensión de conocer y manejar todo lo que se mueve en nosotros. Pero como tan bellamente lo expresó Paul Ricoeur, cuando dos seres se abrazan, no saben lo que hacen; no saben lo que quieren; no saben lo que buscan; no saben lo que encuentran.

La historia personal, que va marcado la configuración afectivo-sexual de cada uno, irá forzando a una ineludible división del sujeto en una diferenciación entre lo que es posible y lo imposible, entre lo permitido y lo negado. La sexualidad infantil, en efecto, es omnipotente en sus pretensiones. Pretende una totalidad en la respuesta a sus pretensiones. Pero para acceder al nivel de lo humano, deberá afrontar y asumir una norma y limitación fundamental. El objeto total del deseo (representado para el sujeto infantil en la madre o en el padre) está excluido del campo de satisfacción. “Complejo de Edipo” para el psicoanálisis, “prohibición del incesto” para el antropólogo, son los términos que responden a la diversa conceptualización de una realidad que afecta esencial y estructuralmente a la sexualidad humana. Es el momento nuclear en la aceptación de nuestra realidad de “seres separados”.

A partir de este proceso fundamental y de otras complejas vicisitudes, la sexualidad humana irá también desplazándose y localizándose en esa amplia zona de ignorancia, marginada de la conciencia, que permanecerá por siempre sin palabra. Es el reino de lo Inconsciente; masa profunda de hielo que, sumergida tras la superficie visible del mar, sostiene la pequeña punta del iceberg que es lo que conocemos.

Desde la profundidad de lo inconsciente, sin embargo, la psicosexualidad mantendrá su fuerza y exigirá secretamente la realización de sus más viejas aspiraciones. Contra ellas, de modo permanente y, las más de las veces, oculto también, se alzarán las defensas y las prohibiciones. El conflicto, pues, se presenta como una ineludible dimensión de la estructura sexual humana. Conflicto que, como acertadamente se ha dicho, es normal y que solamente se constituye en algo verdaderamente problemático cuando ese conflicto se constituye en la norma. Es decir, cuando de manera importante perturba y obstaculiza las dos tareas básicas que centran nuestra estabilidad personal: trabajar y amar.

Todo dependerá de la diversa estructuración defensiva que cada uno haya acertado a elaborar en esta difícil dinámica. Pero habrá que admitir que cierto grado de conflictividad es inherente a nuestra dinámica afectiva y habrá que saber aceptar serenamente que nunca se verá del todo realizada nuestra permanente tarea de maduración personal. Pero sobre ello volveremos a la hora de relacionar la madurez afectiva en el celibato con el tema central de nuestro estudio, la sublimación.

En cualquier caso, ese el carácter inconsciente de nuestra realidad pulsional significa que, en buena medida, vivimos sin saber cuáles son las motivaciones, los impulsos, los miedos y los deseos que forman parte de nuestras decisiones y opciones de vida. Las de la opción por el celibato o las de la opción por una determinada en el caso del matrimonio. Por eso resulta tan fácil equivocarse en las opciones afectivas que las personas realizan en sus vidas, sea en una dirección o en otra. Y como todos sabemos perfectamente, en cualquier momento pueden emerger en la vida de un sujeto célibe o casado aspectos ignorados de su mundo afectivo, marginados quizás con anterioridad, que, en ocasiones, pueden llegar a imponerse con una fuerza ciega, destructiva o, puede que también, abriendo paso a situaciones que, finalmente, puedan ser muy liberadoras. En cualquier caso, dejando ver dimensiones pulsionales antes completamente desconocidas.

Todo ello nos obliga a aceptar que nadie puede estar nunca plenamente seguro de haber logrado un equilibrio y una estabilidad en este terreno. Nada está garantizado de por vida en el ámbito de nuestro mundo afectivo sexual. En cualquier momento puede encenderse un fuego que se creía apagado, desencadenarse una tormenta en el día más apacible y clareado o venirse estrepitosamente abajo aquel edificio de aparente fortaleza, construido con empeño y trabajo durante años.

Pero, además, es obligado también aceptar que todas aquellas aspiraciones rechazadas en el ámbito inconsciente no permanecen en un estado de inerte o de mero reposo. Desde su estado latente esas dimensiones afectivas juegan siempre un papel y una acción, tras el telón, determinando el conjunto de la dinámica personal de quien las ignora, coloreando pensamientos, generando atracciones y rechazos, movilizando defensas o misteriosas simpatías y antipatías.

Es cierto que en pocas otras dimensiones de la existencia la determinación de lo que ignoramos pueda actuar de modo tan poderoso sobre nuestras creencias, prejuicios o valoraciones. ¿No se dejan ver claramente, por ejemplo, en la actitud de misoginia que tan frecuentemente se advierte en parte del estamento clerical?, ¿o en esa otra curiosa y sospechosa idealización de lo femenino que recorre igualmente el mundo de los célibes masculinos?, ¿o en esa otra obsesión de algunos por combatir la homosexualidad y alejarla compulsivamente de sus cercanías?, ¿o, todavía, en la fascinación para unos y terror para otros que el ejercicio de la genitalidad puede llegar a despertar? Sobre algunas de estas cuestiones volveremos, pero ahora lo que interesa resaltar es que todos estos casos y, en tantos otros, la sexualidad empuja y habla escondiéndose por detrás de las palabras y, a veces, en el sentido más opuesto a lo que esas palabras pretenden expresar. En pocos terreno, nos deberíamos mostrar, por tanto, más cautelosos a la hora de pronunciarnos y efectuar juicios de valor. Porque en pocos terrenos estamos tan determinados en nuestro decir por lo no-dicho, por nuestros miedos, deseos, resistencias, represiones y apetencias ignoradas.

3. Ese oscuro objeto del deseo

Eros busca siempre sus objetos de satisfacción. Tiende con fuerza a encontrar los amores que fue configurando en su mente como posible respuesta y complementación a la carencia que le constituye. Como en el mito de Platón, el ser humano aspira a reunirse con una otra parte, de la que pareciera que fue desgajado. La media naranja, decimos. Y cada cual va construyendo a lo largo de su singular historia unos modelos de amor, unas imágenes ideales, unos “objetos buenos” imaginarios, íntimos, en buena parte desconocidos para uno mismo, al tiempo que elabora resistencias, repugnancias y rechazos, tan importante también a la hora de establecerse en una identidad determinada. Y así, nos encontramos, finalmente, con esa dinámica particular de cada uno en la que, como antes decía, se aspira a encontrar la particular y única “noche más hermosa”.

Pero si Eros persigue animoso el encuentro con sus particulares objetos de amor, se verá, sin embargo, irremisiblemente frustrado en lo que constituye su demanda más radical: anular, colmar y calmar la carencia que está en su base y que se origina en el hecho que todos somos “seres separados”. Seres que en el día del nacimiento fueron separados del cuerpo materno por el corte del cordón umbilical, pero que necesitarán de unos largos y complejos procesos para asimilar profundamente esa separación que nos constituyó como sujetos humanos.

Porque, en efecto, lo que constituye una realidad elemental y una evidencia física que no escapa mínimamente a nuestra consideración (Yo no soy tú. Me eres, en una medida infranqueable, distante y diferente) moviliza, sin embargo, una de las resistencias más profundamente enraizadas en nuestro mundo afectivo. En alguna medida, persiste en nosotros una aspiración permanente a la fusión, a la recuperación de un estado originario (cuya representación prototípica vendría dada por la situación intrauterina) en el que no tendría lugar distancia ni diferencia alguna. Somos de ese modo deudores de una satisfacción que míticamente se tuvo. Y lo que fue realidad física, mediada biológicamente, el día de nuestro nacimiento (la separación del cuerpo de la madre) no llegará a elaborarse psíquicamente sino mucho más tarde. Sólo cuando se posea la capacidad para asumir una separación básica, sin vuelta atrás, respecto al imaginario materno que nos convierte por eso en seres deseantes.

La separación será por siempre, sin embargo, brecha abierta, herida jamás plenamente cicatrizada, falta de fondo, falta de ser, desfondamiento original constituyente que abre y origina la fuerza de lo que llamamos el deseo. Dinamismo que, al mismo tiempo, nos constituye como sujetos y que genera una aspiración latente a recuperar lo perdido. Siempre de lo perdido canta el hombre, siempre de lo añorado, tal como escribió Agustín García Calvo.

Se satisfacen las necesidades. Es decir, se elimina la tensión interna desencadenada en nuestro organismo a partir de una acción específica que procura el objeto adecuado. El alimento calma el hambre. Ese objeto logra restablecer el equilibrio perdido de la tensión necesitante. El agua apaga la sed. Pero no hay objeto para extinguir el deseo y, por eso mismo, son infinitos los objetos que pueden parecernos propicios para apagar su sed. La cadena, por suerte, nunca acaba. El objeto del deseo no hará nunca acto de presencia en nuestras vidas porque, en su aspiración última, el deseo remite a un fantasma, a la reconstrucción de un paraíso que, por otra parte, nunca existió, sino en el mito elaborado por nuestra propia fantasía. El deseo se muestra de esta manera como la ligazón a un pasado que ningún presente acertará nunca a deshacer, aunque, a diferencia de la necesidad, no cierra en el presente y en uno mismo sino que nos abre y nos empuja hacia el futuro y hacia lo otro.

En la sublimación son los objetos de Eros los que cambian en su naturaleza y finalidad. No será ya una mujer ni un varón, ni será el encuentro de los cuerpos en la experiencia sexual lo que marcará la dinámica esencial del célibe. Pero el objeto del deseo, ese oscuro objeto del deseo, sin embargo, permanecerá como aspiración esencial de su dinámica personal. A la búsqueda de ese objeto imposible el célibe no podrá renunciar, viéndose como todo sujeto humano, por el hecho de serlo, en una aspiración ilusionante de lograr un apaciguamiento de su carencia fundante de ser. Al mismo tiempo, tendrá que mostrar agallas para soportar la imposibilidad de dar, de una vez por todas, con ese objeto ineludiblemente añorado. En definitiva, necesitará mostrar una fortaleza y energía necesaria para asumir la ausencia que le constituye y que le marca. Como el místico sabrá soportar, sin derrumbarse, la noche oscura, el silencio de Dios, la soledad y el abatimiento. Y no se verá excluido de la posibilidad de que, tal vez, algún día, como Jesús, tenga que exclamar ¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?

Por otra parte, sería muy importante tener en cuenta que esa aspiración última del deseo humano no debe ser identificada alegremente con aquella otra aspiración que, en otro orden muy diferente, expresó Agustín cuando decía: Mi corazón está inquieto y no descansará hasta encontrar reposo en ti. Confundir esa aspiración básica del deseo, en su registro afectivo-sexual, con la búsqueda trascendente de la realidad sobrenatural, tal como se postula en más de un tratado sobre el celibato, resulta “tentador” en el sentido más exacto del término: hacer cierta cosa que hay razones para no hacer (Diccionario de María Moliner).

La tentación en este caso sería la de hacer del celibato y de la sublimación el medio más perfecto a través del cual se lograría nada menos que situar todo el corazón en aquello para lo que realmente estaría hecho. Sin distracción alguna. Considerando distracción (esto no se llega a expresar de modo explícito) a una mujer o un varón, que no vendrían a ser, por tanto, según esta concepción, sino un sucedáneo de lo que sería el objeto más claro del deseo. El célibe de ese modo, estaría viviendo la situación que más armoniosa y coherentemente se correspondería con el anhelo más hondo del deseo humano. Por otro camino, habríamos llegado astutamente de nuevo a situar el celibato como una opción superior a la de la pareja. Una vez más. Son muchas las razones para sospechar de tal posicionamiento, de tal modo de idealizar la opción por la virginidad y de poner “bellamente” una distancia frente a la sexualidad que se realiza en la unión de los cuerpos.

Pero entre las muchas razones para cuestionar tal modo de pensar existe una muy fundamental y es que de ese modo, estaríamos convirtiendo a Dios en un sucedáneo de una de las fantasías más arcaica y regresiva: la de llegar a convertirnos en un ser que no sufriría ya de ningún tipo de separación. Porque el ser infinito que colmaría el deseo nos proporcionaría el todo ser y el todo tener. Imaginariamente, una felicidad completa, pero en la que la alteridad no llegaría nunca a manifestarse. Dios, propiamente quedaría anulado, devorado, como una parte de la única realidad que sería la nuestra, cerrados en una mónada solipsista, en la que imaginariamente se situaría la felicidad. Algo así como entrar de nuevo en el seno de la madre para ya no volver a nacer.

Pero no se nos reveló de ese modo el Dios de Jesús. Es un Dios que se nos presenta como un Otro que exige reconocimiento y respeto y que nos invita a la salida de nosotros mismos en el respeto de la alteridad. Respeto que implica la renuncia a esa totalidad devastadora a la que aspira el deseo infantil. En el amor humano, la aceptación de las limitaciones del otro, la indulgencia con la que se logra aceptar la frustración que ese otro nos provoca, deja ver una pasión que ha madurado y que se diferencia de esa típica idealización del amor tan característica de la adolescencia y que tan fácilmente sucumbe y se derrumba ante la frustración y los limites que el otro le impone.

La fe religiosa, sin embargo, haciendo aparecer su objeto trascendente, el absoluto, se presta, pues, como ninguna otra formación cultural a crear dicho tipo de fascinación. De tentación, insisto. Puesto que de ese modo convertiríamos a Dios en un aliado de nuestro narcisismo más primario y radical. Es una peligrosa ilusión la de pretender situar en correspondencia directa lo indefinido de nuestra búsqueda con el Infinito de Dios.

Pero tan sólo cuando el deseo acierta a descentrarse de sí mismo y sabe reconocer su pérdida, cuando enfrenta y admite el obstáculo que supone la diferencia, se pone en disposición de salir de sí al encuentro de un tú, en el que a la vez se vive la presencia y la ausencia y con el que, por eso mismo, se puede vivir la experiencia de la demanda y de la ofrenda, del dar y recibir.

Es oscuro el objeto del deseo y es peligroso identificarlo con Dios. Porque a lo que esencialmente aspira el deseo es a eliminar la separación constituyente de lo humano. El deseo, en este sentido, es causado por un objeto faltante, no por una meta atrayente como podría ser Dios. Es ligazón al pasado antes que aspiración de futuro, aunque, de hecho, se convierta en motor de la inquietud y de la búsqueda permanente del ser humano. Motor de su búsqueda, sin embargo, que no tiene por qué coincidir con el objeto último que, finalmente, se pueda alcanzar. En definitiva, el Otro de nuestra fe no coincide, por más que hacia él nos sintamos empujados, con el ese Otro oscuro al que aspira nuestro deseo.

También, por tanto, en la relación con Dios seguirá siendo verdad que el deseo ha de morir a sus ciegas pretensiones para posibilitar el encuentro. Sólo en el reconocimiento de la ausencia y de la no coincidencia, por tanto, entre la aspiración de nuestro deseo y Dios como Otro que nos sale al paso, se abre la posibilidad de una auténtica relación. Para que no confundamos a Dios con nuestro anhelo. Para que Dios mismo pueda también constituirse ante nosotros como un otro libre y diferente y no como un mero alimento devorado por la carencia que se niega a ser reconocida y aceptada.

Si también hacia Dios nos sentimos especialmente movidos en la opción por el celibato, tendremos que reconocer que Él se sitúa un orden diferente del de la realización de nuestro mundo de deseos. Por eso no será nunca el sucedáneo de la mujer o el varón a la que o al que se renuncia en la consagración a la vida religiosa. Y, por tanto, el célibe se verá particularmente confrontados a aceptar, en contra de lo que muchas espiritualidades parecen peligrosamente proponer, que tampoco Dios es todo para nosotros, ese todo que añora la carencia que se inscribe en nuestro deseo. Porque si Dios efectivamente se convirtiese en ese Todo, quedaríamos por ello mismo anulados, contradiciendo así, por tanto, el deseo del mismo Dios, que es que seamos y vivamos.

El respeto a la libertad de Dios que garantiza el respeto a la nuestra, se hace de esta manera imprescindible como condición de encuentro. Sólo cuando hayamos pronunciado nuestro hágase tu voluntad en el cielo como en la tierra, sólo cuando en nuestro Getsemaní hayamos dicho no se haga mi voluntad sino la tuya, sólo quizás cuando en la oscuridad más absoluta hayamos gritado Dios mío, ¿por qué me has abandonado? estaremos en plena disposición de encontrar al Otro de nuestra fe que no coincide, por más que hacia él nos sintamos empujados, con el Otro al que aspira nuestro deseo.

II. Sublimación como proceso psíquico

1. ¿Qué valores permiten sublimar?

Retomemos nuestro tema central de la sublimación. A través de ella, los objetos de Eros puede transformarse en otros diferentes de aquellos para los cuales parecía que se estaba naturalmente orientado. El arte, la investigación científica, la experiencia religiosa, la práctica profesional o la actividad lúdica, se presentan así, entre otros, como algunos de esos objetos que facilitan los procesos de sublimación, atrayendo para sí parte de los deseos pulsionales más básicos.

Conviene recordar, no obstante, que no existe un acuerdo entre los especialistas en cuanto a la categorización de esos objetos “socialmente valorados” que posibilitarían los procesos de sublimación. Sabemos que Freud siempre tendió a considerar la investigación científica (el deseo de saber, de modo más amplio) y la seducción estética como los dos valores prototípicos mediante los cuales se lograría más idóneamente los procesos de sublimación. En este sentido, fue Leonardo de Vinci la persona que, bajo su punto de vista, mejor ilustraba la actividad sublimatoria. El humanista italiano, en efecto, pareció lograr un equilibrio y estabilidad personal que le permitió rendir de modo sorprendente en estas dos áreas, la científica y la artística, gracias a la sublimación de un mundo afectivo sexual bastante problemático, debido a las difíciles incidencias biográficas y familiares que rodearon su existencia. Freud, como otros autores, consideran que la orientación homosexual prevalente en Leonardo encontró a través de su empeño y pasión por conocer e investigar y en su creatividad para el dibujo y la pintura una derivación muy conveniente, que dio riqueza y garantizó una estabilidad suficiente a la vida del famoso renacentista florentino. Ciencia y arte, se presenta, pues, a los ojos de Freud como los dos medios privilegiados para la sublimación de Eros.

Frente a la experiencia religiosa la postura de Freud fue diversa. Sabemos muy bien que su posición respecto a la creencia fue siempre muy crítica y negativa y que, desde su actitud de ateísmo beligerante, situó preferentemente a la religión del lado de la represión y, por tanto, de la neurosis. Sin embargo, no le pudo escapar el hecho de que la experiencia religiosa se muestra también como un campo particularmente favorable para derivar buena parte del capital afectivo de las personas. En más de una ocasión reconoció, por tanto, la capacidad sublimatoria que la religión ofrece también al ser humano.

El psicoanálisis posterior, más libre de los prejuicios antirreligiosos de su fundador, no ha tenido el más mínimo empacho para reconocer que la experiencia religiosa se presenta como unos de esos valores socialmente importante que facilitan y favorecen la sublimación. Lo que, evidentemente, no significa que toda experiencia religiosa venga a ser necesariamente la expresión de una saludable actividad sublimatoria y que no pueda responder también a unos mecanismos defensivos menos sanos como los de la represión. Bastaría traer a la memoria las experiencias que algunos alumbrados y pseudomísticos nos transmitieron para advertir claramente en ellos las huellas de la represión y la neurosis detrás de sus éxtasis, estigmas o arrebatos místicos. En algunas ocasiones, en efecto, las revelaciones y visiones místicas parecían despedir un olor a sexualidad corrompida. ¿Qué pensar, por ejemplo, de aquella mística austriaca del siglo XIII, la “venerable” Inés Blannbekin, que vivió obsesionada durante toda su vida por saber dónde se encontraba el “Santo Prepucio” de Jesús y que, finalmente, lo encontró en su boca, experimentando en ese momento una dulzura como nunca antes había podido experimentar? Los casos parecidos a éste se podrían multiplicar a lo largo de la historia, ilustrando las connivencias ocultas que en tantas ocasiones han existido entre la sexualidad marginada y la religiosidad explícita. Connivencias que, evidentemente, no siempre se han expresado de modos tan extremos y tan elocuentes, pero que han funcionado de muchas otras maneras, más sutiles quizás y menos perceptibles a la conciencia y a la observación externa. Volveremos sobre ello.

Pero en este momento interesa resaltar que, si bien la experiencia religiosa puede presentarse con todo derecho como valor que propicia la sublimación de nuestro mundo afectivo, se nos presenta también como una de las dimensiones culturales que pueden venir a favorecer de modo más intenso la represión. Más, ciertamente, que la actividad estética, la lúdica o la intelectual, en las que no intervienen factores como el de lo sagrado que, tantas veces, ha parecido constituirse como elemento incompatible con las dimensiones pulsionales de la sexualidad. También sobre ello vendremos más adelante.

Represión y sublimación se nos presentan pues como dos vías posibles, de mecanismos y resultados muy diferentes, pero con las que la persona intenta llevar a cabo la difícil tarea de manejar toda la carga pulsional que le es inherente a su constitución psíquica. Como vamos a ver, el proceso de la sublimación es básico para la comprensión del fenómeno humano (el animal no sublima) y plantea un problema muy de fondo, que es el de la capacidad para dar una salida no neurótica a la inevitable insatisfacción de nuestros deseos libidinales.

Difícilmente nuestras pulsiones pueden encontrar una vía de realización completa, ni para el sujeto casado ni para el célibe, ni para el que conforma su vida con un código moral exigente, ni para el que vive en la transgresión de la norma. El hecho de pasar del estado de simple naturaleza al de la cultura trae consigo, inevitablemente, una limitación fundamental de nuestro mundo pulsional más básico. El problema que se nos plantea, entonces, a todo ser humano es el de resolver la salida que podamos ofrecer a esas pulsiones que no pueden encontrar vía directa de satisfacción, sea por las trabas que, desde el exterior o desde el interior, se oponen a ellas.

Represión y sublimación se presentan así como las vías emblemáticas de la dañina o exitosa salida que podamos lograr para todo ese “quantum” de deseos de imposible satisfacción. Como vemos, pues, la sublimación, hay que considerarla también como un proceso de alguna manera inevitable en el esfuerzo humano por lograr una estabilidad suficiente. No está mal tenerlo en cuenta para evitar idealizaciones peligrosas a las que tan proclives somos cuando se afronta los temas del celibato y la virginidad.

2. Sublimar es de humanos

Todo ello significa que el “don de la sublimación” lo recibe todo ser humano por el mero hecho de serlo. Llegar a ser humano supone, en efecto, poseer la capacidad para sublimar pulsiones y derivarlas como lenguaje, símbolo, pensamiento y cultura. No se trata, pues, como a veces parece sobreentenderse en ámbitos religiosos, de una capacidad particular de seres especialmente dotados para las cosas espirituales o “sublimes”.

Frente a todo ese conjunto de fuerzas que vitalizan, pero que desbordan también las capacidades de control del niño, la sociedad y la cultura proporcionan la posibilidad de canalizar buena parte de ella, ofreciendo valores que atraen nuestro interés. La cultura se nutre de este modo y nosotros ganamos la posibilidad de integrar más fácilmente todo ese conjunto de fuerzas que amenazan siempre con desbordarnos.

La cultura se nutre, pues, recibe en su beneficio un capital energético considerable para sus propios fines. El arte, la ciencia, la inquietud intelectual, el juego político, la economía, etc. pueden ganar esa carga de afecto, de pasión, de entusiasmo que las hace sostenibles, creativas e innovadoras. Los lazos sociales se refuerzan igualmente gracias a los mecanismos de sublimación que permiten, por ejemplo, establecer vínculos afectivos más allá de cualquier tipo de atracción erótica. De la sublimación se alimentan los lazos de amistad, los sentimientos de maternidad o paternidad, el interés por la profesión, la fascinación estética, la actividad lúdica, etc. De este modo, la sublimación funciona como una especie de carburante de primer orden en el juego social y en el desarrollo de la cultura. La sociedad lo sabe y aprovecha para ellos los momentos más propicios.

Así, por ejemplo, en el período de la segunda infancia, a partir de los seis o siete años se inicia una etapa en la que los mecanismos de sublimación van a desempeñar un papel fundamental. El niño o la niña se abren a un mundo más amplio que el de la familia, donde tuvieron hasta entonces concentrado lo más denso de sus aspiraciones afectivas. La sociedad lo aprovecha y mediante la escolarización ofrece todos un abanico de intereses donde los pequeños podrán volcar buena parte de su energía pulsional, transformándolas mediante la sublimación. Es época propicia para aprender, para abrir el campo de relaciones, para el juego y la imaginación, para la catequesis, etc. Todas estas instituciones culturales se podrán así beneficiar de ese capital energético que el individuo ha tenido que separar de su ámbito familiar y que le crea el problema de encontrar una canalización adecuada para no verse desbordado.

De igual manera, el período de la adolescencia, en el que de nuevo se produce una irrupción intensa en el orden afectivo sexual, la sociedad está ahí dispuesta a recibir “su parte” en favor propio. Es la etapa de los grandes idealismos, de las grandes pasiones. Las instituciones políticas y religiosas de todos los tiempos lo han sabido. Ha ofrecido, por eso, dispositivos adecuados para acoger ese capital disponible de los adolescentes. Ofrecen así marcos institucionales y agrupaciones en las que sus intereses puedan salir beneficiados. ¿No es también, como todos sabemos, un momento en el que el ideal vocacional suele prender fácilmente en la dinámica de los jóvenes?

También el inicio de la vida profesional se presenta como una etapa en la que los mecanismos de sublimación desempeñan un papel importante. De este modo, la sociedad se beneficia y, simultáneamente, el sujeto encuentra una posibilidad para integrar mejor su mundo afectivo sexual y consolidar la fortaleza de su propio Yo. La sublimación se deja ver así también como uno de los mecanismos más influentes en la formación y desarrollo de la personalidad. Porque si con la sublimación la cultura se nutre, mediante ella también el individuo se va constituyendo a sí mismo.

El desarrollo inicial del Yo, de todo Yo, necesita, en efecto, ganar un espacio de autonomía frente a las fuerzas instintivas y a los peligros de regresión que ellas siempre le suponen. Para ello ese Yo, se ve forzado a neutralizar, a transformar su propia pulsionalidad mediante el recurso de la simbolización. La sublimación, de ese, modo se constituye en un medio eficaz de atemperar la fuerza de las pulsiones primeras y de posibilitar, mediante la simbolización, el trascender los objetivos originales de esas pulsiones, convirtiéndolos en habilidades refinadas y creadoras. Se convierte así en una vía importante para la formación de los rasgos de carácter. Una progresiva renuncia a pulsiones constitucionales, cuyo quehacer podría deparar un placer primario al yo, parece ser una de las bases del desarrollo humano, afirmaba Freud. Nos construimos, pues, nosotros mismos gracias también a ese mecanismo de la sublimación.

La capacidad, sin embargo, de disponer plásticamente de los deseos pulsionales para derivarlos por la vía cultural, es decir, la capacidad de sublimación, se muestra muy variada según los individuos. Es como si la libido de cada uno poseyese una diferente capacidad para poder despegarse de sus objetos originales, con el fin de adherirse a otros diferentes, aquellos que pone por delante su propia cultura. Capacidad, por tanto, para la sublimación que va a depender de la biografía particular de cada sujeto, así como también (aunque será siempre difícil determinar en qué medida ésta interviene) su disposición constitucional, es decir, la que ha heredado de sus progenitores.

Hasta dónde puede llegar cada sujeto en el propósito de sublimar su energía libidinal no es cuestión que se pueda averiguar fácilmente. Y puede muy bien suceder que las capacidades reales de un individuo no puedan seguir con facilidad lo que determinados deseos o ideales de vida pretender imponer, en el caso que nos preocupa esencialmente, los ideales de vida consagrada en el celibato. La sublimación, no lo podemos olvidar, no es una cuestión de mera voluntad o de propósitos más o menos elevados. Se necesita de ellos, ciertamente, pero sólo con ellos no se logra desencadenar y llevar a buen término el proceso. Dicho en pocas palabras, se sublima lo que se puede, no lo que se quiere.

Toda una dinámica personal, construida a partir de las disposiciones naturales y, sobre todo, a partir de la configuración que adquirió el propio Yo según las identificaciones y contra-identificaciones que se llevaron a cabo (esos “quiero ser como” o “no quiero ser como” que nos constituyen), van a permitir o van a obstaculizar el juego de las sublimaciones y el grado en el que los diversos sujetos podrán llegar en la renuncia de unos aspectos u otros de su vida sexual y afectiva. Es necesario insistir en que una vida célibe necesita, evidentemente, del empeño personal. Pero que no basta el mero empeño para sostenerla. Los errores al respecto pueden entrañar el pago de un alto precio. A los más débiles, a los que se pide más de lo que pueden sublimar, sucumben a la neurosis, nos recordaba Freud.

Muchos intentos celibatarios en la vida religiosa así lo testimonian, a veces incluso, de un modo excesivamente destructivo y dramático. Fueron muchos los formadores y acompañantes espirituales que confiaron en demasía en la buena voluntad y el poder de los ideales espirituales, prestando muy poca atención a las disposiciones efectivas de sus formandos, cerrando, a veces, los ojos a las dificultades evidentes que manifestaban esas personas a la hora de intentar concentrar su energía afectiva en el proyecto vocacional. Qué factores psicodinámicos, más o menos inconscientes, pudieron jugar en esos formadores o acompañantes para mostrar y alentar ese exceso de confianza es una cuestión que merecería ser planteada. Porque muy fácilmente se pudieron dejar llevar, sin percatarse, de unas aversiones ocultas al ejercicio de la sexualidad, de una proyección sobre el otro del propio empeño, de un interés por preservar su proyecto personal y colectivo o un deseo omnipotente de configurar al otro según el propio deseo y voluntad.

3. La sublimación y los modelos educacionales

Si no basta proponerse un ideal para que la sublimación tenga lugar, sí se necesita de una importante dosis de ideal, de Ideal del Yo, dirá el psicoanálisis, para que la sublimación pueda llegar a establecerse. Es por esa vía particular de las propuestas ideales del Yo como se lleva a cabo la, sin duda, enigmática transformación del deseo pulsional que caracteriza a la sublimación.

El factor educación deja ver así su relevancia para hacer más o menos posible la sublimación. Son los ideales del Yo los que, a través de las identificaciones que se van realizando en el desarrollo de la personalidad, podrán atraer para sí parte de la energía libidinal que se deriva hacia los nuevos objetivos culturales. Así pues, cuando los modelos de identificación, a través de los cuales se construye y transforma el propio Yo, muestran primariamente la realización directa de los deseos pulsionales, las capacidades para la sublimación se van a ver seriamente disminuidas. Cuando, por el contrario, esos modelos de identificación dejan ver incorporados los valores e ideales del propio contexto cultural, la capacidad de sublimación no quedará garantizada, pero sí contará con más probabilidades de realizarse.

Imaginemos los modelos de identificación que encuentra un niño o una niña en una favela de Río de Janeiro, donde lo que aparece ante sus ojos es un mundo de sexualidad pura y dura, de promiscuidad o de estimulación permanente al contacto erótico y genital. Lo que de sí mismo va construyendo es, con toda probabilidad, una identidad en la que sus deseos pulsionales van a tender una realización directa e inmediata. Podría ser también, que como reacción defensiva, buscara por todos los medios evitar de sí mismo tales comportamientos, recurriendo a la represión. Pero difícilmente iba a elaborar su mundo afectivo-sexual por la vía de consagrarse a unos valores culturales que tan ausentes estuvieron en su vida como posibles objetos de atracción.

Podríamos imaginar también, por contraste, a esa misma criatura en un tradicional hogar centroeuropeo ante unas figuras parentales dedicados ambos a un trabajo intelectual, con unos intereses estéticos relevantes, impregnados de una religiosidad viva y estimulante o dedicados a una acción social en favor de los otros mediantes O.N.G. o cualquier otro tipo de institución. Evidentemente, las condiciones para que la sublimación pudiera llegar a tener lugar son muy diferentes. El juego, será siempre complejo y, sin duda, las variables que intervienen son muchas y no siempre fácilmente detectables. Pero parece evidente que estos factores educacionales juegan de un modo poderoso para favorecer o no los procesos de sublimación necesarios en una consagración religiosa virginal. Si, en ocasiones, puede resultar ilusoria e, incluso, destructiva la pretensión de imponer a todos los sujetos la misma normativa sexual, con independencia de lo que Freud llamo la “economía libidinal” de cada uno, del mismo modo habría que plantearse también la oportunidad de pretender equiparar a todos por igual en la vida célibe, con independencia de los contextos socioculturales en los que éste se pretende manifestar.

Estas cuestiones psico-dinámicas y psico-culturales están ahí y no deberían ser minusvaloradas como si la sublimación y la opción para la virginidad fueran igualmente posibles en todos los contextos en los que la Iglesia se implanta. De todos es sabido que la observancia del celibato en contextos como los de algunos países latinoamericano o de África es bien problemática. De todos es sabido, aunque no de todos quiere ser reconocido. Porque parece que cerrando los ojos a la realidad, el propio ideal se hace más sostenible. Intereses oscuros, personales y colectivos, juegan, sin duda, en ese empeño por hacer creíble un Ideal que la realidad desmiente. Pero con esto tocamos unos problemas más de fondo: los de las difíciles relaciones de la institución eclesiástica con la sexualidad, en los que no es cuestión de entrar ahora, pero de los que toda esta problemática no deja de ser una expresión. Y quizás no la más lacerante.

Para terminar este apartado sobre las relaciones existentes entre sublimación y factor educacional, cabe plantearse también el papel que desempeña la formación de los jóvenes religiosos y religiosas en tanto que propulsora de ideales que favorezcan sana y convenientemente la sublimación. Cabe interrogarse, por ejemplo, sobre en qué medida los ideales propuestos engarzan auténticamente en el Ideal del Yo de los formandos o quedan como una superestructura más o menos superpuesta a su dinámica general. Como también cabe preguntarse hasta qué punto se favorece convenientemente que el proyecto específico del propio grupo religioso sea recogido por ese Ideal del Yo y sea investido, cargado de afecto, en lo que tradicionalmente podríamos llamar el “amor a la propia vocación”. Un amor que, ciertamente, deja ver una dimensión narcisista, pero que habría que considerar y valorar como elemento favorable para enlazar con ese amor al Reino, en el que ya el individuo se olvida de sí mismo para ponerse en función de los otros. Se ama la propia vocación como medio para lanzarse al amor por el Reino. Un saludable narcisismo colabora, pues, con la dinamización del amor a la alteridad. Volveremos también sobre el tema.

4. La sublimación y narcisismo

La relación existente entre la capacidad sublimatoria y los ideales del Yo nos obliga a considerar una cuestión importante. Me refiero a la impregnación narcisista que el proceso de sublimación trae aparejado necesariamente. En efecto, para llegar a establecerse una sublimación existe un paso obligado: aquel en el que se lleva a cabo una condensación de la afectividad sobre por el propio Yo, en sus aspectos ideales. Según hemos visto, sin este paso por el Ideal del Yo no hay sublimación. Pero no podemos olvidar que ese Ideal del Yo es una estructura de la personalidad vinculada a la propia imagen, a la propia y querida imagen, habría que añadir.

El Ideal del Yo, en efecto, es, por decirlo en término que todos podamos fácilmente entender, como la “imagen guapa” que todos tenemos de nosotros mismos a modo de prototipo o modelo de lo que nos gustaría llegar a ser. Cada cual va construyendo su propio Ideal del Yo conforme a las identificaciones y modelos externos que vamos apropiando como parte nuestra. Para unos su Ideal del Yo será ser particularmente inteligente al modo de un pequeño Einstein. Para otros su Ideal se configurará conforme al modelo de la simpatía y el éxito social, para otros en alcanzar la virtud de su santo más admirado. Todos, de una manera u otra, vamos así configurando esas referencias ideales para nuestro Yo. Necesitamos de ellas como motor de crecimiento y estímulo para avanzar más allá de lo que nuestro Yo real es en cada momento. El Ideal del Yo introduce así una tensión saludable entre lo que somos realmente y lo que nos gustaría llegar a ser. Cuando la tensión es extrema, sin embargo, nos vemos confrontados al peligro de vivir en la insatisfacción permanente con nosotros mismos, a ser víctimas de lo que vulgarmente ya se conoce como “sentimiento de inferioridad”. Nunca se está a la altura, porque el Ideal del Yo ha puesto el listón excesivamente alto. Es lo que puede ocurrir, por ejemplo, cuando un sujeto pretende una consagración en la virginidad para la que su Yo real no está preparado.

En cualquier caso, lo que interesa resaltar en este momento es que ese Ideal del Yo es una estructura de personalidad ligada al narcisismo Se constituye, en efecto, con los restos del narcisismo infantil. Esa es su factura, el material con el que fue elaborado por cada uno. Lo cual trae consigo, según vamos viendo, que el proceso de sublimación se vea necesariamente ligado en sus inicios con la dimensión narcisista de la personalidad. Es un dato significativo que no conviene olvidar, porque él nos plantea problemas y riesgos importantes a la hora de evaluar los procesos de sublimación que el celibato implica.

Cuando los procesos de sublimación se inician, es el propio Yo el que, en sus ideales, se ve cargado de afecto y pasión. El entusiasmo que, en los primeros momentos de la vocación, se despierta con relación a las imágenes ideales de sí mismo, deja ver claramente esa dimensión narcisista que la sublimación entraña en su proceso de instalación. Verse a sí mismo como héroe o heroína de las misiones, como líder que libera de la esclavitud y de la pobreza, como pastor cuidadoso, rodeado y querido por su rebaño, como madre que cuida y protege enfermos y desvalidos o en un encendido arrebato de contemplación y amor de Dios forma parte, a veces crucial, del proceso por el que la sublimación se inicia en el sujeto.

La propia imagen, a través de los ideales que se fueron construyendo en las diversas identificaciones previas, polariza el propio deseo pulsional y lleva a cabo su trabajo de transformación de ese mismo deseo. Es así, en efecto, como se lleva a cabo esa misteriosa desexualización de la libido que tantos quebraderos de cabeza dio a la hora de teorizar el concepto de la sublimación. La cuestión importante, y que posteriormente retomaremos, es la del obligado paso que luego habrá que llevar a cabo desde ese Ideal del Yo, que se ha hecho depositario del afecto, hasta el nuevo objeto de amor que, para nosotros, no puede ser otro que el del Reino de Dios.

Toda esta dinámica que examinamos encuentra, sin duda, una ilustración ejemplar en el caso de un proceso como el que vivó Ignacio de Loyola en los inicios de su conversión. Merece la pena que nos detengamos sumariamente en ello.

Ignacio había vivido en una dinámica, propia de la del caballero medieval, impregnada de un narcisismo muy preponderante. Era ese “vano honor del mundo” al que tantas veces se referiría en su vida posterior como uno de los obstáculos más importantes para acometer el seguimiento de Jesús. La gloria, la mirada de los demás, el triunfo en la conquista de sus empresas militares, cortesanas y mujeriegas constituía el motor básico de su existencia. Era, probablemente, la propuesta más determinante de su Ideal del Yo. Al ver truncado de modo repentino su antiguo ideal, Ignacio se vio sometido a una crisis existencial tan profunda que, según el parecer de algunos especialistas actuales, le condujo a una situación cercana a la de la psicosis. El proyecto donde había puesto todo su interés, su afecto, su pasión de caballero medieval había quedado destruido repentinamente. La herida que le derrumbó en el campo de batalla afectó así a su dinámica afectiva de modo más grave y más radical que a la pierna que le obligó a retirarse a la casa solariega de Loyola. Todo un trabajo psíquico importante se inició entonces en orden a reestructurar el conjunto de su personalidad. Es el tiempo de la conversión.

Ante su mirada desfilan ahora unos nuevos héroes en los que nunca antes había concentrado su atención. Son los santos cuyas biografías leía en su convalecencia. Nuevos modelos de identificación que, paulatinamente, van instalando un renovado Ideal del Yo en su interioridad. Nuevas hazañas también van apareciendo como posibles ante sus ojos: Santo Domingo hizo esto; pues yo lo tengo de hacer. San Francisco hizo esto; pues yo lo tengo de hacer... La vida de Ignacio va iniciando así un giro, del que ni siquiera él mismo podía sospechar hasta dónde le llevaría. Todo cobra otro sentido, otro interés. Un mundo radicalmente diferente se va configurando ante sus ojos. Y sin embargo, hay algo de base que permanece aún idéntico en muy buena medida. Se trata de su estructuración fuertemente narcisista.

La nueva vida que emprende tras el cambio de Loyola es a un tiempo la negación y la prosecución de su antigua vida. Negación en cuanto al contenido de la “hazaña” que ahora pretende iniciar. De la hazaña mundana pasa a la ascética; de los vestidos elegantes y cuidados del cortesano, a la pobre y basta ropa de mendigo; de las armas con la que combatía al enemigo, a las mortificaciones con las que él se combate ahora. Todo parece radicalmente nuevo. Pero, de hecho, hay una profunda prosecución de su vida anterior, en el sentido de que también ahora se sitúa ante la mirada imaginaria de los otros. “Se ve” de santo, como antes se veía” de caballero. Proyecta una mirada de sí mismo a la mirada imaginaria de los otros.

Todos unos profundos procesos internos tendrán todavía que llevarse a cabo para que, finalmente, Ignacio renuncie a centrarse en su mirada y auto-contemplación heroica para pasar a centrar su interés, su pasión, su preocupación y su afecto en una tarea y un proyecto histórico, en el que la mirada ya no es de sí mismo ante el espejo, sino dirigida hacia los pasos de Jesús a quien sigue en la realización de un proyecto histórico determinado.

El peligro será siempre el de permanecer por siempre ahí, en una idealización narcisista de sí mismo (por más que esa imagen sea la de una impresionante entrega sacrificial), o proseguir el proceso en un nuevo, transformado y real interés por los otros. Se puede ser célibe por causa del Reino o se puede ser célibe por la causa del propio engrandecimiento narcisista. Hay muchos célibes que, en efecto, mantienen una integridad perfecta en el terreno de la castidad, pero tan sólo como expresión de una perversa concentración de su energía libidinal en la imagen adorada de sí mismos. El proceso de sublimación quedó bloqueado en sus primeros pasos. Pues si el Ideal del Yo juega como desencadenante del proceso sublimatorio, luego, una vez iniciada la dirección que marca ese Ideal, el deseo pulsional ha de desprenderse del propio Yo para volverse a la alteridad de un nuevo objeto, que es el que ha de condensar la energía afectiva del sujeto. El Ideal del Yo se constituye, pues, tan sólo en una estación de paso. Desde ahí, el deseo pulsional ha de emprender de nuevo su camino para encontrar, fuera ya de uno mismo, su nuevo objeto de amor.

Del mismo modo, si en el apartado anterior me refería a ese saludable narcisismo que habría que favorecer en el amor a la propia vocación como parte del Ideal del Yo de los formandos, también en ese caso tendríamos que andarnos con precaución. Existe, efectivamente, el riesgo, especialmente acentuado en nuestros días, de concentrar en esa propia vocación y carisma lo más importante del proyecto. Nos encontraríamos así en la absolutización de un medio, en la intensificación de un narcisismo que no juega ya como trampolín para saltar a la alteridad, sino como fin que se encierra en la autocomplacencia. Insisto que hoy vivimos un especial peligro de venir a caer en esa trampa.

Hay, creo, demasiada “propaganda de la casa”, demasiada acentuación de un narcisismo colectivo que pretende resaltar los propios signos de identidad, buscando la diferenciación respecto al resto de los grupos religiosos. En definitiva, parece que estamos acentuando ese “narcisismo de la pequeña diferencia” que tan atinadamente señaló y denunció Freud. Se editan y propagan los signos específicos de cada grupo, sus símbolos, escudos, anagramas... se favorecen las procesiones con las imágenes y cultos que los diferencian del resto, se muestran los propios santos y beatos como trofeos que prestigian al propio grupo sobre los otros, se alimenta una complacencia en los propios logros apostólicos... Pero todo ello se lleva a cabo muchas veces de un modo y con un estilo que parece, finalmente, que lo que estamos intentando es el salvarnos a toda costa de una amenaza de desaparición o de caer en la irrelevancia dentro del contexto eclesial. Un Ideal del Yo colectivo, un “Ideal del Nosotros” habría que decir, que pone en peligro seriamente el Ideal del Reino que necesariamente viene a trascender tanto al Yo como al “Nosotros”.

5. Ni toda la sexualidad es sublimable

Si volvemos la mirada a los procesos de la sublimación tendremos que tener en cuenta todavía un aspecto importante para poder calibrar justamente las posibilidades reales del celibato. Como hemos visto, la sublimación posibilita, en efecto, una renuncia a lo que serían los objetos y fines más naturales y específicos de la sexualidad. Gracias a la plasticidad que ésta posee en el ser humano se hace, pues, posible una transformación de la energía pulsional que permite su canalización en valores socialmente importantes. En nuestro caso, su canalización a través de lo que podemos llamar pasión por el Reino. Sin embargo, no deberíamos nunca olvidar que no todo el potencial de nuestro mundo afectivo-sexual podrá encontrar por esa vía de la sublimación una salida satisfactoria.

La sublimación, en efecto, no puede nunca llegar a ser completa, a canalizar el cien por cien de lo que es nuestro deseo pulsional. Siempre permanecerá un resto de nuestra sexualidad, particularmente en sus dimensiones más genitales, que mantendrá viva sus aspiraciones más originarias, sin que la sublimación pueda hacer nada por transformarlo y derivarlo hacia otro tipo de actividad. Permanece, pues, en su aspiración primera de obtener un placer sexual directo y en su registro más primitivo y natural.

No todas las dimensiones y estratos de nuestro mundo afectivo-sexual, en efecto, presentan la misma facilidad para transformarse por la vía de la sublimación. Es un hecho que en la literatura psicoanalítica actual se mantiene aún el desacuerdo sobre qué tipo de contenidos pulsionales son, efectivamente, susceptibles de ser sublimados. De modo particular, los autores no muestran unanimidad a la hora de considerar si la genitalidad es o no capaz de ser sublimada. Son muchos los que niegan tal posibilidad. En cualquier caso, admitiéndola incluso, parece que no lo es en la misma medida y con la misma facilidad con la que se pueden sublimar las pulsiones llamadas pregenitales, es decir, las de carácter oral o anal.

Así, pues, parece como si la naturaleza, sabiamente, quisiera dejarnos una constancia permanente e inmutable de nuestras raíces biológicas e instintivas. De ese modo, será más fácil retener la lúcida aseveración de Pascal de que si cometemos el error de pensar que somos ángeles, nos convertiremos en bestias.

Ahí queda, pues, siempre ese margen de nuestra condición biológica, en su dimensión más primitiva e instintual, para que recordemos siempre que, a pesar del proceso típicamente humano de la sublimación, vivimos enraizados también en el mundo animal. Siempre, por tanto, se nos hará presente, de un modo u otro, nuestra condición de cuerpos deseantes en ese nivel primero, biológico y genital. La sublimación no podrá hacer nada por remediarlo. Gracias a Dios, habría que decir, porque, efectivamente, resulta siempre peligroso para el ser humano olvidar el lugar de dónde procede y las raíces que le ahondan en la materia. La genitalidad, pues, permanecerá siempre viva en quien se compromete por la vía celibataria y se mostrará siempre abierta y disponible como virtualmente posible en un momento dado.

Ante este hecho innegable, surge la interrogación sobre las posibilidades de efectuar una renuncia a esas llamadas de nuestra instintividad sexual sin daño psíquico alguno o si necesariamente nos veríamos confrontados a una mutilación de nuestro ser, que no podría sino dejar sus huellas traumatizantes. La idea vulgarizada de la represión como elemento patógeno puede inducir, en efecto, a pensar en las consecuencias negativas que llevaría siempre consigo la renuncia a satisfacer las demandas más primitivas de la sexualidad.

Sin embargo, se hace obligado afirmar que frente a las demandas pulsionales caben diversas salidas y no todas de iguales repercusiones para la salud psíquica. Cabe, desde luego, ofrecer la satisfacción demandada por el organismo. Cabe también la vía de la sublimación que venimos analizando. Se puede emprender igualmente el camino de la represión, que elimina de cuajo la posibilidad de una satisfacción. Sobre todo ello volveremos más adelante. Pero cabe también llevar a cabo una renuncia a la pulsión que se hace de modo consciente, ya sea en razón de determinadas circunstancias de la realidad o en razón de determinados principios éticos del sujeto. En este último caso nos encontramos con una vía diferente de la de la represión, tanto en su modo de funcionamiento como, sobre todo, en sus repercusiones sobre la salud psíquica. Esa renuncia consciente a la pulsión puede constituirse, incluso, y en determinadas circunstancias, como un pilar que ayude a iniciar los procesos de la sublimación. Para ello, es importante, sin embargo, que la oposición al deseo se haga de un modo sereno, no violento, ni llevada a cabo por unos rígidos y amenazantes sentimientos de culpabilidad. No son los sentimientos de culpa los mejores amigos de la sublimación. Prefiere ésta entenderse con los ideales y propuestas que el Yo le hace.

Pero si la sublimación no fabrica ángeles, ni nos permite permanecer sin rastro de nuestros componentes más instintivo, tampoco ella misma, por sí sola, es garantía de salud y bienestar psíquico. Conviene detenerse un tanto en ello.

6. No toda sublimación es “sublime”

El término sublimación ha sido asociado generalmente a las dimensiones más elevadas del ser humano. Sublimar se entiende muchas veces como equivalente a convertir en algo espiritual algo terreno. Dignificar, pues, una realidad demasiado rastrera en algo que llegue a ser digno de valor y respeto. En el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, por ejemplo, sublimar se entiende como engrandecer, exaltar, ensalzar o poner a la altura. Como segunda acepción aparece el pasar del estado sólido al estado de vapor. El hielo o la nieve, por ejemplo, se subliman cuando sopla viento muy seco. Por su parte, en el diccionario de María Moliner, sublimar se define como ensalzar a algo o a alguien, así como también volatizar un cuerpo sólido y condensar sus vapores. De nuevo, pues, la idea de “espiritualizar” que tanto ha contribuido a hacernos una noción de la sublimación como de algo necesariamente beneficioso y deseable y, sobre todo, alejado de lo más terreno y material.

En sus orígenes dentro del área psicológica el término de sublimación fue extraído del romanticismo alemán, en el que se empleaba para definir la elevación estética común a todos los seres humanos y de los que algunos parecen especialmente dotados. Algo, como podemos ver, vinculado a la capacidad para elevar la realidad material al reino espiritual de la belleza. Nietzsche, en particular, hizo uso frecuente del término aplicándolo tanto al instinto sexual como a los agresivos. Las buenas acciones, son malas acciones sublimadas, afirmó en alguna ocasión.

El hecho es que resulta fácil confundir el proceso de psíquico de la sublimación con algo que necesariamente tuviera que responder a un dinamismo positivo, deseable y lleno de repercusiones valiosas para el desarrollo humano. Toda sublimación parece, por el hecho de serlo, esencialmente buena. Y, sin embargo, una vez más nos vemos obligado a tener que aceptar que “no es oro todo lo que reluce”.

A veces, en efecto, se ha querido hacer de la sublimación una especie de Deus ex machina con el que justificar posiciones que, en realidad, no eran sino formas de marginación o negación de la sexualidad. Se sobreentendía, claro, que la sexualidad era algo bajo y excesivamente rastrero y que la sublimación por tanto, era un modo excelente de escapar de esa materialidad deleznable. No se ha dudado entonces en forzar la comprensión del proceso, siempre en favor de intereses muy discutibles y de juicios de valor igualmente problemáticos. Por ejemplo, el de la pretendida superioridad del mecanismo de sublimación sobre el de la realización del deseo pulsional que, aplicado al campo religioso, se ha traducido por el de una supuesta superioridad del celibato religioso sobre la vida de pareja.

Tendríamos, sin embargo, que reconocer honestamente que no toda sublimación ha de ser, por sí misma, algo saludable. La perversión también se puede sublimar. Y por más sublimados que queden esos contenidos, no perderán el carácter perverso que inicialmente poseían. Todos sabemos que existen, en efecto, pulsiones sádicas o masoquistas que se han sublimado en el campo de la ascética o de la espiritualidad. Como también se han sublimado ese mismos tipo de pulsiones en determinados modos de ejercer la autoridad en tanto dominio (sádico, hay que seguir diciendo por más sublimado que esté ese componente pulsional) ya sea en el campo de la dirección, “acompañamiento” espiritual o cualquier otro. Perversiones, pues, sublimadas, pero perversiones, al fin y al cabo. Como se sublima la agresividad en determinados tipos de “profetismos” que se muestran incapaces para dejar un lugar a la esperanza y la vida (algo esencial en el auténtico profetismo), y que esencialmente parecen guardar la intención de combatir fantasmas ignorados.

Tampoco se ve, en efecto, por qué razón un valor cultural determinado tenga que ser, a priori, más elevado que una realización del deseo pulsional, ni que siempre haya que considerar como un éxito desexualizar las energías vitales en beneficio del culto a María o de cualquier otro aspecto de la experiencia religiosa. Es un hecho reconocido que, desde el principio, el concepto de sublimación se vio con un enorme peligro de incluir juicios de valor en su misma comprensión psicológica. Y si esto ya ocurrió en los planteamientos más estrictamente psicoanalíticos, el peligro ha sido aún mayor cuando el concepto fue manejado en los ámbitos de la espiritualidad y la vida religiosa.

De ahí, que resulte inevitable la sospecha de que, con demasiada frecuencia, en muchos cantos y cultos de la sublimación lo que se esconde, de hecho, es una poderosa y muy problemática actitud defensiva frente a la sexualidad y a los fantasmas que ella suele llevar aparejados. Es muy fácil encontrar en determinados discursos espirituales que hacen amplio uso de este término psicoanalítico las huellas de un tipo de idealización de la virginidad que, en realidad, poco tiene ya que ver con la sublimación y que responde más bien a un falseamiento peligroso de lo que supone la renuncia a la sexualidad. Se idealiza la renuncia, es decir, se le confiere una perfección interesada, sin interrogarse sobre una cuestión fundamental, si es que se quiere hablar de sublimación: la de averiguar si esa renuncia responde o no a un proceso de auténtica transformación de las fuerzas afectivas, única vía a través de la cual se puede lograr una sana liberación de las mismas. En definitiva, con la mera idealización y los lirismos que la suelen acompañar, se nos da gato por libre, cuando en la auténtica sublimación lo que nos encontramos es al animal bien cocinado. Así, pues, “ni es oro todo lo que reluce”, ni todo se puede sublimar, ni es sublimación de todo lo que se dice.

En ocasiones, en efecto, el empeño en glorificar la renuncia a la sexualidad bajo capa de sublimación, deja ver una no reconocida actitud de desvalorización de la sexualidad y de su ejercicio, por más que “teóricamente” se defienda la grandeza y la igualdad del matrimonio respecto a la consagración en la vida religiosa. Antiguos moldes heredados de la filosofía estoica, que tan profundamente calaron el cristianismo primitivo, reforzados además desde los temores inconscientes frente al placer, laten en muchos discursos en la espiritualidad de la vida religiosa. Muchos de ellos además, camuflados, bajo el ropaje de la “moderna psicología”.

Porque la sexualidad y los fantasmas que ella despierta se encubren, en efecto, con suma facilidad en muchos tipos de racionalizaciones. Las que la psicología ofrece gozan hoy de especial prestigio. De ahí que no sólo en la teoría, sino también en la práctica se pueda estar haciendo uso de determinados tipos de psicoterapias que, utilizando una teorización y unas técnicas supuestamente científicas y “neutrales”, estén encaminadas de hecho a favorecer unas pseudo-sublimaciones, que no son sino máscaras con las que encubrir defensas represivas.

7. Vivencia de la sexualidad y celibato: replanteamientos

Si las defensas frente a nuestro mundo afectivo-sexual son eternas y se pueden encubrir con racionalizaciones e idealizaciones de todos los tipos y conforme a todos los tiempos, también es verdad que el deseo pulsional puede recurrir a otros muchos mecanismos, racionalizaciones también, con las que sortear las dificultades que se le oponen y salir así victorioso en sus pretensiones menos confesables. Tanto el tabú como la fascinación acompañan y fácilmente plantean dificultades a la conveniente elaboración de las fuerzas sexuales. Si hay teorías para reforzar encubridoramente a la represión, también las hay para eludir las posibilidades de una sana y conveniente renuncia. Los nuevos tiempos dan para una cosa y otra.

Son muchas las transformaciones que se han producido en nuestro tiempo respecto a la idea y la vivencia de la sexualidad. Muchas de ellas generando unos sanos replanteamientos de las conductas y actitudes de fondo y otras también dando lugar a graves falsificaciones y manipulaciones de todo este mundo íntimo nuestro. Pocas revoluciones han tenido, en efecto, el calado de los cambios que se han producido en las ideas y, lo que es más importante, en las vivencias respecto a la sexualidad. Todo ello nos afecta, sin duda, a cada uno de nosotros e influye, queramos o no, en nuestras posiciones y actitudes más hondas, despertando temores y deseos que no siempre seremos capaces de identificar y de reconocer. Estamos muy lejos de aquella glorificación de la pureza que se vivió en nuestros ambientes no hace tantos años como nos puede parecer desde lo que hoy pensamos, vemos y vivimos en este campo. Hay una nueva conciencia creciente sobre el papel importante que la sexualidad desempeña en la vida de las personas así como de los mecanismos represivos y neurotizantes que durante tiempo pretendieron mantenerla como una realidad demonizada.

El hecho es que asistimos a importantes replanteamientos sobre el papel y la significación de la sexualidad en la vida del creyente y que, desde ahí, la idea y la vivencia del celibato se vea también seriamente convulsionada. Ciertamente, nos encontramos hoy en una honda sociocultural que se encuentra en las antípodas del ambiente esencialmente estoico y neoplatónico, en el que la vida célibe cristiana comenzó a propulsarse y establecerse con fuerza dentro del cristianismo. No es de extrañar que hoy día la ley eclesiástica del celibato se vea cuestionada de modo creciente y que la expectativa por su desaparición se extiende cada vez a un mayor número de sacerdotes. Con relación a la vida religiosa también, se sugieren hoy nuevas posibilidades a experimentar, como la del compromiso temporal en el voto de castidad, al modo en el que en otras confesiones religiosas se practica (en el budismo, por ejemplo).

Es un hecho innegable también que vivimos hoy una auténtica devaluación sociológica del celibato religioso y que los poderosos motivos y estímulos hace años existentes para esta opción de vida se ven hoy muy debilitados y empobrecidos. En grandes sectores de la población se ha pasado de considerarlo algo heroico y sublime, con un claro valor testimonial escatológico, a algo incomprensible y desprovisto de sentido. Tanto que nos vemos obligados a interrogarnos si es ya un objeto “socialmente valorado” que, como hemos visto, es una de las características de los objetos de la sublimación.

Muchos jóvenes de hoy, en España, según muestran los estudios, parece mostrar una gran admiración por la vida religiosa. Pero al mismo tiempo encuentran en el compromiso por el celibato una dificultad importante para pensar en ella como una posibilidad en sus vidas. Al mismo tiempo, el celibato se ha visto sometido a fuerte crítica tanto dentro como fuera de la Iglesia. Son miles los que han abandonado la vida religiosa o el ministerio sacerdotal activo para contraer matrimonio. Los medios de comunicación han publicado historias sensacionales de infidelidad y de abuso. De todas partes del mundo llueven preguntas acerca del significado y del valor de la castidad sacerdotal y religiosa.

Por otra parte, el convencimiento de que una vivencia directa de la sexualidad en el matrimonio no supone ninguna desventaja para vivir la fe y el compromiso cristiano juega, sin duda, de modo fundamental en la bajada alarmante de vocaciones para la vida religiosa y sacerdotal. Sería muy saludable, sin embargo, para la vida de la Iglesia que, aparte de la alarma y susto que esta situación suele crear en las diversas instituciones, se llevara a cabo también una reflexión profunda sobre el sentido actual de la vida religiosa y sobre la probablemente necesaria revisión de los esquemas en los que se mantiene. Unos esquemas, no lo debemos olvidar, que surgieron en unas coordenadas socio-culturales muy diferentes de las del mundo de hoy y con una impregnación de elementos filosóficos, éticos y religiosos a veces muy alejados de los más genuinamente evangélicos. Por todo esto, quizás el reto no haya que situarlo tanto en intentar una nueva revalorización del celibato, sino más bien en mostrar una imaginación y creatividad suficientes como para dar con nuevos modos que sean capaces de manifestar esa radicalidad por el Reino que la consagración religiosa supuso siempre en la vida de la Iglesia.

El hecho es que, incluso para los que siguen optando por la vía del celibato, lo hacen desde una concepción de la sexualidad y de la virginidad muy diferente de la que existía hace años. Son hijos de una nueva cultura al respecto. Sorprende comprobar, en efecto, que hoy los jóvenes candidatos al sacerdocio o a la vida religiosa muestran una valoración muy diferente de los comportamientos sexuales y que el sentido de la virginidad no se ve introyectado ni valorado en la misma medida que hace no muchos años. Globalmente, no parece que la opción por esa virginidad se constituya como un motivo central para llevar a cabo la opción por la vida religiosa. En más de un caso se opta por la vida religiosa “a pesar” de que incluye la opción por la virginidad y es con relación al voto de castidad donde suelen encontrar más resistencia. No digamos en el caso de la opción por el sacerdocio al margen de la vida religiosa.

Por otra parte, en la opinión de buena parte de los candidatos a la vida religiosa o sacerdotal la valoración que se hace y los sentimientos que se despiertan con relación a una serie de comportamientos sexuales son notablemente diferentes de lo que podíamos encontrar hace años. La masturbación, la homosexualidad, las relaciones prematrimoniales son valoradas de modo muy diverso y, en general, con un tono menos dramático y con una evidente disminución del rigor moral de antaño. Muchos de ellos han vivido experiencias en ese orden de cosas sin la carga de culpabilidad que jóvenes de otra generación hubieran llegado a sentir. Se manifiesta sin más que los profundos cambios en la idea y la vivencia de la sexualidad que marca a nuestra época afecta igualmente a quienes contemplan la posibilidad de un compromiso en la vida religiosa.

Así, pues, parece que hoy en día resulta difícil sustraerse a la impresión de que el celibato está como asediado desde frentes diversos, hasta el punto de que muchos llegan a poner seriamente en duda su conveniencia y hasta su viabilidad. Es un hecho que en amplios sectores de la población tiene lugar una suerte de mitificación de las relaciones sexuales, considerada por muchos como remedio de todos los males o como un factor imprescindible de madurez, normalidad y equilibrio personal. Igualmente, se extiende hoy la creencia de que una renuncia tan radical como la del celibato tendría que entrañar necesariamente riesgos y peligros imposible de sortear.

8. Celibato y sublimación: viable¿

Frente a estos estados de opinión y estas nuevas actitudes y vivencias íntimas respecto a la sexualidad puede resultar problemática, en efecto, la afirmación de que una vida consagrada en virginidad pueda desarrollarse en plenitud. Y, sin embargo, tanto desde el punto de vista teórico como desde la constatación de los hechos, parece obligado afirmar que la sublimación como proceso psíquico sigue haciendo viable una opción como la del celibato evangélico.

En la simplista mitificación de la sexualidad que hoy se extiende por amplios sectores se olvida que, tal como señaló Freud en una ocasión, existen locos que hacen el amor a diario. No pensaba el fundador del psicoanálisis, en efecto, que bastaran las relaciones sexuales para solucionar los conflictos psíquicos. Por eso se opuso con claridad y casi con virulencia en un texto titulado Psicoanálisis silvestre frente a quienes pensaban de ese modo y pretendían certificar así su pertenencia al psicoanálisis. A pesar de todo, y probablemente por esa fascinación que el mundo sexual despierta, son muchos los terapeutas y también los profanos en psicología clínica que participan hoy en día de opiniones parecidas.

Pero es un hecho constatable para quien tenga ojos y quiera ver que el desequilibrio y la madurez se encuentran igualmente repartido entre casados y célibes y que la psicología clínica no ha podido diferenciar una patología específica del estado celibatario. Son muchos los hombres y mujeres, por lo demás, los que a lo largo de la historia y en nuestro tiempo han acertado a vivir en plenitud humana desde la renuncia al ejercicio de la sexualidad en sus dimensiones eróticas y genitales y han manifestado una amplia capacidad para trabajar creativamente y para relacionarse sin dificultades con los otros.

Fue reconocido por el mismo Freud que existen individuos que, sin daño alguno, pueden infligirse la privación al ejercicio de la sexualidad mediante la vía sublimatoria. En ellos vienen a coincidir psicoanalistas y psicólogos clínicos de diversas orientaciones, pero que poseen en común una percepción honda de lo que es el complejo mundo afectivo sexual humano y, en particular, de su admirable plasticidad. Gracias a ella, ese potencial se puede canalizar en registros muy diferentes, según la psicodinámica particular de cada uno. El celibato, sin duda, puede ser uno de ellos. Y es un dato cuya comprobación está al alcance de todos el de la existencia de personas célibes que ponen de manifiesto una dinámica global de personalidad no sólo equilibrada y estable sino también rica, estimulante y fecunda en su ser y en su interacción con los otros.

Pero además, si dejamos de lado planteamientos excesivamente teóricos sobre la sanidad a patología del celibato (tantas veces impregnados, por lo demás, desde una parte y otra, por factores de orden ideológico) habría que convenir, desde unos planteamientos psicodinámicos más modestos y a la vez más realistas, que en muchos casos, a pesar de una relativa conflictividad originada en la renuncia a una vida de pareja, se logra una situación de vida con un grado de estabilidad en su conjunto que, probablemente, no serían posibles en una opción diferente.

Existen sujetos, en efecto, que pueden encontrar por la vía del celibato una serie de importantes compensaciones que vienen a hacer más llevadera la carga de sus conflictos. Esos conflictos van a estar ahí permanentemente, es posible que no lleguen nunca a ser personas que destaquen por el grado de su madurez y plenitud de vida. Pero, al mismo tiempo, desde su “pobreza psíquica” pueden lograr para sí mismos una relativa estabilidad, un grado suficiente de felicidad y una posibilidad para ofrecer a la comunidad cristiana unos servicios muy dignos.

Todos sabemos también, si renunciamos a idealizaciones engañosas, lo relativo que, al fin y al cabo, resultan los conceptos de equilibrio, madurez, sanidad, etc., así como sus contrarios. Pocos conceptos están más determinados ideológicamente que el de “madurez” o “sanidad”. Con demasiada frecuencia, en efecto, son los intereses particulares de los grupos los que determinan lo que se entiende por madurez, declarándose maduros a los sujetos que se acomodan a esos intereses grupales o inmaduros a los que se oponen a ellos, muchas veces en razón, precisamente, de auténticos procesos de maduración personal. Como tendremos ocasión de analizar posteriormente, en el caso de celibato, es muy fácil identificar como maduro a sujetos que, sencillamente, han abolido represivamente su deseo pulsional, pero que viven en una acomodación perfecta a los contextos eclesiales o religiosos a los que pertenecen, mientras que otros que experimentan tensiones y dificultades en el área afectiva, es posible que hayan logrado un grado de desarrollo y plenitud humana bastante mayor.

A propósito del equilibrio en la vida celibataria, P. Chauchard afirmaba, con razón, que hay desequilibrados más equilibrados que los llamados desequilibrados: los que, conscientes de su debilidad y su desequilibrio, sufren por ello, no se instalan en él y buscan, sin éxito total, con caídas y retrocesos, el progreso hacia el equilibrio. Por el contrario, el equilibrado, instalado y aparentemente sin problemas, de hecho está bloqueado neuróticamente y sólo tiene un equilibrio aparente. Su pretendida fuerza es la represión de su debilidad.

En muchas ocasiones será necesario aceptar que en la orientación de la vida de un sujeto lo más importante puede ser el dar con la situación en la cual su conflictividad inherente pueda encontrar el ámbito más idóneo para equilibrarse y para dar de sí todo lo que sus propias potencialidades permitan. Quizás no logren el equilibrio, pero probablemente puedan alcanzar su mejor equilibrio posible. Nada más, pero nada menos también. La idealización de la madurez y el equilibrio o de la pureza y la integración afectivo-sexual que se deja ver en muchos tratados sobre el tema, puede ser en sí misma expresión de un infantilismo muy narcisista, que se reviste de teoría psicológica o espiritualidad avanzada. Pocos terrenos, más propicios que este del celibato consagrado para venir a caer en lo que algunos han llamado la “enfermedad de la idealidad”. Son muchos los discursos, en efecto, que en un lenguaje extremadamente espiritual sobre la virginidad consagrada y el celibato dejan ver un fondo morboso, oscuro que hace pensar más en una sexualidad negada y corrompida, más que auténticamente sublimada. Probablemente, una expresión más de las problemáticas relaciones que muchas veces se establecen entre la sexualidad y la institución religiosa.

El hecho es que para muchos sujetos el proyecto de celibato consagrado supone el camino a través del cual logran una muy aceptable forma de vida, generadora de una saludable fecundidad para ellos mismos y para el grupo social en el que sus vidas se desenvuelven. El fenómeno que no debería dejar de sorprendernos, dado el papel tan básico y tan hondo que el mundo afectivo sexual desempeña en el conjunto de la personalidad, pone ciertamente de manifiesto la extraña capacidad del ser humano para trascender las determinaciones biológicas y las posibilidades que desde ahí se le abrieron al convertirse en un ser de cultura.

Notas

[*] Entre as publicações mais importantes de Morano relacionadas à temática da sexualidade e religião, citamos: Crer depois de Freud,, São Paulo, Editora Loyola, 2003. Ordenación de la afectividad y mecanismos de defensa, in: VARIOS: Psicología y Ejercicios Ignacianos, Ed. Mensajero-Sal Terrae, Madrid 1991, vol. 1, 109-140; Mito y ciencia en el conocimiento de la sexualidad: Iglesia Viva 174 (1994) 549-564; Celibato, género y poder, en: C. BERNABÉ (dir.), Cambio de paradigma, género y eclesiología, Ed. Verbo Divino, Estella, 1998, 109-130; Psicoanálisis clerical en J.I. González Faus - C. Domínguez Morano - A. Torres Queiruga, “Clérigos” en debate, P P C, Madrid 1996, 61-128; El deseo y sus ambigüedades: Sal Terrae 84/8 (1996) 607-620 y Autoestima: peligro de sobredosis narcisista, in: Razón y fe, No. 241 (2000) 45-58.